"A pesar de que hice cuanto estuvo en mi mano, no fue suficiente. Seguro que hubiera podido hacer alguna cosa más por él. Algo, no sé el qué, pero seguro que pude hacer algo más.
No me satisface lo que veo cuando miro atrás. Yo chillaba demasiado. No era mi intención, pero lo hacía. A veces resultaba demasiado duro para mí, un día tras otro con aquella situación, y al final le levantaba la voz. Él siempre me miraba con aquellos ojos castaños; me miraba y no decía nada, y eso a mí me hacía sentir tan mal que en seguida le pedía disculpas. Pero no había palabras que pudieran borrar el tono que yo había utilizado para dirigirme a mi padre.
He olvidado cuando me pedía que le anudase los zapatos, para lo cual se colocaba en el taburete del órgano, que era alto, y así le resultaba más fácil sentarse. Yo me arrodillaba delante de él y le hacía el nudo con todo esmero; era la séptima vez (o la octava o la novena) a lo largo del día. He olvidado cuando le ayudaba a ir al baño y él me hacía salir porque su amor propio era demasiado grande para permitir que yo mirase. He olvidado cuando le leía el periódico o cuando le hablaba de lo que había hecho en el trabajo. Me he olvidado.
Solamente recuerdo los gritos, la cólera, el resentimiento al ver que mi vida se escapaba con la suya".
Kathryn Ptacek, Noche tras noche, año tras año
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