Sunday, October 12, 2008



Sí, en verdad, ¿qué hacen los jóvenes inteligentes
de las familias acomodadas,
si no hablar de literatura y de pintura?
¿Quizá con amigos de más baja extracción,
algo rudos, pero también más atormentados
por la ambición? ¿Qué hacen, si no hablar de
literatura y de pintura,
desaliñados, subversivos, dispuestos a hacerlo saltar
todo por el aire,
empezando ya a calentar con sus jóvenes traseros
las sillas del café ya calentadas por traseros de los
herméticos?
O bien paseando (es decir, pisando las lajas divinas
de la parte vieja de la ciudad, como soldados o
como putas),
rebeldes enfermos de esnobismo burgués,
a pesar de toda su sinceridad, de sus idealismos,
de su vocación para la acción: sombra dolorosa
de Esenin, o de Simone Weil, en el alma.
Pensémoslo: ya vengan, sudorosos,
de departamentos con tristes mantas
quemadas por la plancha o con armarios
que han costado pocos miles de liras al padre,
amado en secreto;
ya vengan de casas rodeadas
por el aura de la riqueza, con hábitos casi
celestiales,
con criados, proveedores... todos los jóvenes
literatos
están bañados de sudor, tienen una palidez de
ancianos,
si no de viejos, sus gracias están ya descascaradas,
tienen una vocación irresistible para las comidas
pesadas
y la ropa de lana, son propensos a enfermedades
hediondas —de los dientes o los intestinos—,
son secos de vientre: en suma, pequeños
burgueses,
como los hermanos magistrados o los tíos
comerciantes.
Una única, gran familia privada de todo amor.
De cuando en cuando, sobreviene en esta familia
un Adorable. Pero, cosa extraña,
también Él, como los demás, los enmugrecidos,
invoca (desde el principio de otro siglo y,
tras una breve interrupción entre el 45 y el 55,
hasta nuestros días) a un Dios exterminador:
exterminador de sí
y de su clase social. ¡También yo lo invoco!
Y esta invocación ya ha sido oída una vez.
Jovenzuelos lánguidos con chales Sioux, fingidos
jóvenes de Turín
ya medio calvos, con gabanes azules, destructores
de gramáticas,
fervientes castristas que se saltean las comidas en
Monza,
nuevos adoradores del "homo qualunque"
abrigados con pieles, que aman
los Conciertos Brandeburgueses como si hubieran
descubierto una fórmula
antiburguesa que les hace lanzar a su alrededor
miradas furibundas,
democráticos dulcemente torvos, persuadidos
de que sólo
la verdadera democracia puede destruir a la falsa;
anarquistas
rubiecillos que confunden con perfecta buena fe
la dinamita con su buen esperma (y caminan
con grandes guitarras por calles
falsas como bambalinas, en grupos roñosos);
colegiales
universitarios que ocupan el Aula Magna
reclamando el Poder, en vez de renunciar a él de
una vez por todas;
guerrilleros con sus guerrilleras al flanco
que han decidido que los negros son como los
blancos
(pero acaso no que los blancos son como los
negros): todos estos
no preparan otra cosa que la llegada
de un nuevo Dios Exterminador,
marcados, inocentemente, con una cruz svástica:
sin embargo, serán los primeros en entrar,
con verdaderas enfermedades y verdaderos
harapos sobre el cuerpo,
en una cámara de gas: ¿no es justamente esto lo
que quieren?
¿No quieren la destrucción, la más horrenda
destrucción,
de ellos mismos y de la clase social a que
pertenecen?
Yo, con mi pene pequeño, todo piel y pelos, pero
capaz de cumplir con su deber, aunque
humillado,
para siempre, por un pene de centauro, pesado
y divino,
inmenso y proporcionado, tierno y poderoso;
yo, vagabundo en los recovecos del moralismo
y el sentimentalismo,
luchando contra ambos, buscando su alienación
(una moralidad alienada, un sentimiento alienado
en lugar de los verdaderos: con inspiraciones
estimuladas
y por lo tanto mucho más maternales que las
auténticas,
destinadas al ridículo, como es regla burguesa);
yo me encuentro, pues, dentro de un mecanismo
que ha funcionado siempre del mismo modo.
La burguesía es lúcida, adora la razón:
sin embargo, a causa de su negra conciencia,
maniobra para castigarse y para destruirse:
encomienda, así,
su Destrucción a emisarios
que son precisamente sus hijos degenerados: los
cuales
conservan estúpidamente
una inútil dignidad burguesa de literato
independiente,
o agresivamente reaccionario y servil, o que
se hunden hasta el fondo y se pierden, y en cada
caso
obedecen a ese oscuro mandato.
Y empiezan a invocar al susodicho Dios.
Llega Hitler, y la burguesía está contenta.
Muere en el suplicio, por su propia mano.
Se castiga, por mano de un Héroe propio, a causa
de sus propias culpas.
¿De qué hablan los jóvenes de 1968 — con las
melenas
bárbaras y las chaquetas eduardianas, de estilo
vagamente militar, y que cubren miembros
infelices como el mío?
¿De qué hablan, sino de literatura y de pintura?
Y esto
qué significa, sino invocar desde el fondo
más oscuro de la pequeña burguesía al Dios
exterminador, para que la hiera una vez más
con golpes aun mayores que los asestados en 1938.
Solamente nosotros, los burgueses, sabemos unirnos
al populacho,
y los jóvenes extremistas, apeándose de Marx y
vistiéndose
en el mercado de las Pulgas, no hacen otra cosa
que aullar
como generales e ingenieros contra generales e
ingenieros.
Es una lucha intestina.
Quien muriera realmente de consunción,
vestido de mujik, antes de cumplir siquiera
dieciséis años,
sería el único, quizá, que tendría razón.
Los otros se asesinan entre sí.

Pier Paolo Pasolini, Teorema
art by Ray Caesar